Admirador declarado de Eco, me propuse esta mañana leer su libro
¿En qué creen los que no creen?. Propiamente, no es sino una pequeña colección de artículos en forma de diálogo retardado, publicados en la revista italiana
Liberal entre marzo de 1995 y marzo de 1996. El diálogo de Eco se produce con el cardenal Carlo Maria Martini, coautor (evidentemente) del texto que tenía en mis manos.
¿Desilusionado? ¿Incrédulo ante lo que leía?... Me es difícil explicar la sensación. Utilizando su enorme erudición, el gran Umberto Eco parecía en un principio querer conciliar su postura con la del cardenal Martini. Extrañado ante esta actitud, me planteo si merece la pena realmente continuar con la lectura. Pretenden ambos interlocutores demostrar que existe una ética basada en el bien y en la esperanza de algo futuro. He aquí la incongruencia con la imagen que me tenía forjada de Eco. Bien es cierto que, como él afirma en la obra, no es un ateo de nacimiento, sino que su ateísmo surge como resultado de una evolución en su desarrollo más o menos a los 22 años. Fue educado dentro de la iglesia católica. En esto, me identifico con él. Aun así, no lograba entenderlo. Se afirma en la obra que el ateo debe demostrar que dios no existe. No parece un argumento convincente. Yo no tengo por qué demostrar que los unicornios no existen. El concepto del bien, que está en la base de una actitud moral o éticamente no reprobable, no debe mirar hacia un futuro, como parecen afirmar los dos interlocutores: Martini lo hace abiertamente; en Eco se lee entre líneas.
Aunque en sucesivos artículos plantea Eco a Martini cuestiones del dogma católico difíciles de entender (en el sentido de que en una sociedad como la actual la iglesia católica mantiene posturas propias de sus inicios hace veinte siglos), todo parece una auténtica y, válgame la expresión, vergonzosa pose. Si estuviéramos en un partido de fútbol en el que un empate valdría a los dos equipos para lograr sus objetivos, gritaríamos los espectadores: "¡Que se besen!, ¡que se besen!".
Por suerte, la revista permitió la intervención de otros interlocutores: dos filósofos, dos periodistas y dos políticos. Y aquí sí se habla con más claridad. En algún caso, se produce una condena de ambas posiciones y se critica su acercamiento. En otros, como en el de Indro Montanelli (no creo que haga falta presentación), se plantea el escepticismo con que ha de verse una cuestión como la planteada en el título de la obra.
En fin, como sucede con toda lectura (nos guste más o menos), siempre nos queda una experiencia vital, bien placentera, bien de desasosiego, bien de indiferencia, de la que es posible extraer algo positivo para nuestro desarrollo vital. En este sentido, me quedo con las palabras finales del artículo de Montanelli: "Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca". Y esta es la realidad.
Para concluir, quisiera expresar una idea que me viene rondando a lo largo de toda la lectura: a pesar de ser publicado este diálogo en la revista para que cualquier lector participara de lo bueno que pueda tener, y de ser luego publicado en forma de libro, me queda la sensación de estar fuera de esatas disquisiciones, pero no solo yo, sino cualquiera de los simples mortales que no somos nada para los que detentan una posición más alta que nosotros. ¿Hasta qué punto es válido que esta discusión la tengan dos personas para las cuales es absolutamente intrascendente creer o no creer? Ninguno de los dos saca de esto nada. Seguirán con sus opiniones, ajenos a la realidad (ellos, como otros que conocemos, probablemente no sepan qué cuesta un café en la calle). No he detectado en ninguno de ellos una desazón vital, ni en el declarado ateo (como yo también me declaro), ni en el declarado pastor de la iglesia (a la que en su día pertenecí y de la que ahora reniego abiertamente -lo que no impide que conozca su doctrina-). No detecto en ellos ninguna preocupación por el prójimo. Ningún dolor hasta llorar de impotencia ante cualquier situación de la vida (que es dolorosa por naturaleza).
En fin, gran semiótico, gran novelista (diría incluso que renovador de la novela), gran conocedor de la estética..., pero que también, a veces, desilusiona.